26 de agosto de 2019

No reconocerse.

-¿Y por qué me estoy mirando?
Ni siquiera se trataba de mí.
Había una persona al otro lado, con la nariz a escasos centímetros de la mía, clavando su mirada en mí. Tenía algo extrañamente familiar pero... no era yo.
Una mujer con arrugas, el pelo canoso, la piel estirada por la gravedad y las cuencas vacías: esa no podía ser yo.
Mi reflejo aún tenía reflejos naturales en el pelo por el sol, sonreía alegremente, tenía un par de hoyuelos a modo de arruguitas y la punta de la nariz enrojecida.
Las pestañas largas, las cejas pobladas... habían desaparecido.
La sensación interior distaba del reflejo que percibía, aquella muchacha poseía un brillo singular en los ojos frente a la batalla de la vida real y, a la anciana desgastada del otro lado, por dentro, se le caen los brazos del peso de los hombros y tiene tantas canas que ninguna alberga el destello de tiempos atrás.
Los pelos con luz propia ya se habían teñido, secado y caído.
Cuando me sentaba a la mesa con los jóvenes, dejaban de dolerme los pies y el corazón volvía a ir a ochenta latidos por minutos.
Ellos se reían pero no entienden que un día te miras al espejo y te preguntas: ¿Y a qué diablos estoy mirando?
La vida, de repente, se antoja corta. Las carcajadas echadas, fugaces y a la vez, un caliente y abrumador recuerdo.
De golpe, parece que siempre hubieses podido hacer más, como caminar hasta más lejos para encontrar al ser a quien quieres o haber agarrado una mano más fuerte.
Haber triunfado en la ópera o haber organizado esa excursión de senderismo.
Incluso haber descubierto una biblioteca abandonada en el bosque que, según te autoconvences, sigue estando por ahí fuera, con su dragón merodeando y muchos jóvenes en su estómago.
Pero acabas mirando a un espejo a alguien que se quedó atrás hace años, que te mira exasperada sin entender cuándo se esfumó todo ello.

Historia dedicada a aquella mujer que me dijo 'Y un día te miras al espejo y dices: ¿y por qué me estoy mirando? Y te ves a ti misma de joven y no te reconoces'. No sé qué puedes sentir pero, si al sentarte con jóvenes, te vuelves a sentir así: siéntate. 

8 de abril de 2019

Carmina Santiago

“Una anciana y un anciano de expresión vacía se sientan en silencio y contemplan la vida.”

Yo quise ser cantante de ópera. Y nunca lo fui. Tampoco tengo claro que Luis comprenda la frustración que me llena por no haberlo conseguido.
Quizá por ello no cee de repetirlo. Luis piensa que me he vuelto loca. Y no entiendo por qué, si así piensa, continúa a mi lado. Siempre le escucho decirme “Hablas sola, loca”.
La verdad es que yo no le creo, dudo mucho que sea una demente. Es él quien ha perdido la cabeza.
-Cantar en La Scala… y Giasone
Luis, para variar, fingía no escuchar nada de lo que pronunciaba.
No mediamos palabra en todo el camino aunque no lo necesitaba para saber con certeza lo que rondaba su cabeza: “Carmina, cierra la boca, vieja desequilibrada”.
Eso mismo repetía sin cesar. Y no voy a mentir: me desquiciaba; pero había perdido tanta vida desempeñando trabajos que detestaba que no me quedaba ni una mota de energía siendo tan mayor ya para replicar, quejarme o comentarle algo.
Cincuenta y seis años de matrimonio. Mis padres fueron los primeros en frustrar mi sueño y en vedar mi camino a la verdadera felicidad, rodeada de gente con pasión por la ópera, cantando, triunfando, en grandes teatros, recorriendo el mundo fascinando a aquellos que me escucharan. Luis fue el segundo impedimento. Me obligaron a casarme muy joven, hubo que mantener una casa, un marido y luego criar a niños.
Tampoco pude estudiar. Mi único placer era ir de vez en cuando al teatro del pueblo y acercarme, asomarme al gran abismo que se encontraba entre aquello a lo que podía acceder y el cúlmen de mi existencia.
¡Cuántas tardes, noches y madrugadas no habría llorado yo! Y todo, realmente todo, ocurrió por Luis, ese viejo fanfarrón sentado ahora mismo a mi lado y que me conocía tan bien como un cartógrafo la costa que acababa de recorrer, predispuesto a hacer su fiel mapa, fruto de su exhaustiva investigación.
-Honrar a Händel…
Murmuro para mí, sí. ¿Y qué? Si a alguien le molesta que se aleje y no me escuche. Mira que se lo digo a Luis y nunca me hace caso: se queda frente a mí, junto a mí o cerca de mí, pone mirada vacía y sigue escuchando, pretendiendo hacer oídos sordos.
Nunca he sido cruel ni mezquina con él, no le he culpado del fracaso e inexistencia de lo que podría haber sido mi vida, la potencia de mi realidad (que permaneció potencia y jamás acto): Carmina Santiago, la gran cantante, ofrece hoy su actuación en…
Nunca podré leer grandes carteles con mi nombre. Y nunca se lo he recriminado. A pesar de todo, me permito la duda que me asalta y, cuando pienso en lo culpable que debe sentirse él, no puedo evitar que, efectivamente, Luis será alguien tan miserable como yo. ¡Envejecer, compartir toda una vida, las jornadas y el hogar con alguien a quien has arruinado, a quien has invalidado, frustrado!
-Desgraciados…
Pienso en mis padres, que en paz descansen, y les maldigo con todo mi corazón y con toda mi alma. Ningún derecho tenían de arrebatarme todo lo que iba a venirme: Vivaldi, Haydn, Mozart, Salieri… ¡Devastaron todo atisbo de futuro brillante por venir! ¡Y me encasquetaron al bravucón de mi marido! Ambos compartiendo una vida de erratas y malogros, alimentando la desdicha mutua y enfrascados en el mismo torbellino hasta el momento en el que alguno (o ambos, juntos de nuevo) deje de respirar.
-Carmina, hay que bajarse del autobús ya. Y, ¡por el amor de Dios, hazme un favor y cállate de una vez! No me das ni un respiro.

1 de marzo de 2019

El guardían de miedos.

 Érase una vez un guardián muy especial. Tan especial que guardaba miedos. Sí, habéis oído bien, miedos
Llegar hasta él resultaba tan difícil que muchos se perdían en el camino: había que atravesar pasadizos que se asemejaban los unos a los otros, provocando que la gente se desorientara. Aún así, varias personas conseguían visitarle y le llevaban unos diminutos cofres en los que habitaban los miedos. Eran seres aún más pequeños que los cofres, amueblaban su interior y vivían en ellos. El guardián los custiodaba día y noche sin pegar ojo (tampoco dormía mucho del escándalo que armaban a veces ellos solos y él no necesitaba mucho sueño). De vez en cuando, los poseedores de los cofres aparecían por su casa, le pedían sus cajitas y charlaban con sus miedos. 
Acostumbrado a la tranquilidad propia de sus estanterías donde, por mucho alboroto que causaran los miedos, no solían moverse demasiado, el guardián se despistó el día en el que más alterados estaban. No se dio cuenta cuando tras descansar la espalda en la pared, cerró un ojo, después el otro y su gran tesoro repleto de cofres empezó a temblar. Los miedos saltaban, revolucionados, pegaban brincos y hacían que la estructura se tambaleara. Cayó al suelo con un estrepitoso golpe pero el guardián lo vio tarde, se despertó sobresaltado abriendo los ojos como muelles y se asustó ante la visión de todas las cajitas abiertas de par, los pequeños muebles desperdigados por doquier y cientos de miles de diminutos seres correteando por allí. 
Trotaban a tal velocidad que les costó apenas nada escabullirse de aquella sala y saltaban hasta tal punto que bricaron por los muros del laberinto y se escaparon al mismo mundo que las personas que allí los llevaron. 
Esta historia sucedió hace mucho tiempo, cuando aún existían los guardianes de miedos. Ya no existen (desde este día, se trata de un escándalo tan tremendo que ya nadie volvió a confiar en ellos) pero antes las cosas eran diferentes.
Los miedos se escaparon, hablaron unos con otros entre ellos y cada uno de ellos huyó, topándose (inevitablemente) con personas. No siempre eran las mismas personas que les habían encerrado en sus cofres y, además, habían aprendido miedos de otros miedos que trasladaban a todas esas personas... Total, que se formó un verdadero caos. 
El guardián, aturdido y apesadumbrado, se agachó a ver todos los cofres que hubo custodiado y se imaginó el enfurecimiento de aquellos que le confiaron su gran tesoro. Sujetó entre sus dedos un sofá lila que conocía de sobra: el sofá pertenecía a la caja de una niña que le visitó hace muchos años por primera vez y asiduamente desde entonces, trataba a todos sus miedos como amigos de los que aprendía cosas, les amuebló las "habitaciones". El guardián se acordó de ella, pensó que ya sería casi una mujer adulta y se sintió triste por haber liberado su miedo. 
La niña (que ya no era una niña sino casi una adulta) en aquel momento experimentó un apretón en el estómago y un nudo en la garganta. Qué cosa tan extraña, pensó. Se asomó a su ventana y observó a todos aquellos diminutos seres, parecidos a los suyos, cruzando su jardín. No tardó en comprende qué sucedía. 
Decidida y sin demora, se puso su chaqueta, salió a la calle y llamó a la puerta de la persona con la que necesitaba hablar en ese mismo instante. 
-Tengo miedo de no quererte como tú me quieres a mí -le dijo en cuanto la tuvo frente a ella-. Tengo miedo de que no sepas lo mucho que te quiero... ¿Sabes cuánto te quiero?
-Sí, sí que lo sé. 
Y su diminuto miedo que correteaba de arriba a abajo por algún lugar del mundo desapareció y tardaría mucho envolverlo a ver.

23 de enero de 2019

No se pueden dar consejos desde el brazo del sofá

Dedicado a Chris Pristeley, tus cuentos siempre me han abrazado.

Todos admiraban al rey por ser un buen gobernador, justo y benévolo.
Guiaba a sus guerreros con gran decisión, protegía a su pueblo de las maldades, se portaba bien con aquellos que eran buenos y, de vez en cuando, se ausentaba unos días dejando a su cargo personas de confianza que le representaban y no manchaban su nombre.
Su mayor defecto, invisible para el pueblo, era su enorme y desbocada curiosidad. Le habían hablado de un riachuelo que cruzaba las montañas heladas con flores a los lados, de rocas por las que escalar y deslizarse, de grandes secretos revelados unos a voz en grito a medianoche, otros entre susurros acogedores. Le habían hablado tantos forasteros de tantos sueños que el rey desaparecía varios días en busca de todo lo prometido con centelleos de esperanza en sus ojos pero volvía cada vez más agotado y sin aquel brillo en las pupilas.
A su mayor confidente le reconoció un día:
-Me siento como un ciego dando palos, a veces al aire y otras veces con un muro.
Se sentaba en su trono y no tardaba en despedirse hasta la siguiente jornada (o cuando fuera que volviera), en busca de una nueva aventura, él sólo, cruzando los bosques.
Cuentan que, en una de aquellas escapadas, el rey se topó a la caída del sol con una muchacha de pelo azabache y labios rojos como las manzanas en cuya mano, un objeto resplandeciente reflejaba los rayos de la luna.
Su búsqueda había dado sus frutos: ¡al fin encontraba algo que mereciera la pena por todos sus viajes!
Las palabras que se dijeron no son éstas con certeza pero podrían sonar algo así:
-Joven rey, tengo un regalo para ti.
-¿Es eso que escondes en tu mano?
-Son amuletos de la suerte, para ti y tu acompañante. Aquella persona que elijas te acompañará en cada una de tus aventuras y, si no os los quitáis, garantizo que encontraréis todo lo relatado por los forateros.
-¿Y por qué he de fiarme de una desconocida?
La mujer abrió su puño cerrado y permitió que el muchacho observara sus regalos con sus propios ojos y comprobara algo que sólo se ve, que, aunque se pronuncie en voz alta, no se cree si no se comprueba por la vista: dos broches... dos broches mágicos.
-Dejarás de apalear el aire y los muros con ésto -se sorprendió cuando la escuchó repetir sus palabras.
-¿Y por qué he de fiarme de una desconocida? -repitió- ¿Qué motivo tienes para darme un regalo tan especial? ¿Qué beneficio sacas tú?
La mujer le observó, le miró a los ojos tan profundamente que se asomó a lo más profundo de su alma.
-El buscador no siempre encuentra pero... tú eres un buscador que ha encontrado por fin lo que tanto anhelaba: algo especial. No estoy aquí para pedir nada a cambio, sólo he venido porque hacía tiempo que esperabas hallarme, aunque no lo supieras, ¡alégrate de encontrarme!
El rey quedó boquiabierto. Realmente aquella mujer no quería nada.
Cuentan que el rey extendió su mano y cogió los broches. Las lenguas comentan que uno era una espada de oro y el otro, una bonita flor con hojas doradas. Al parecer, él se colocó la espada y tardó poco en encontrar a quien regalarle la flor, ambos vivieron extraordinarias aventuras (algunos creen que alcanzaron el fin del mundo), como prometió la desconocida. Cuando el rey y su acompañante murieron, los broches comenzaron a circular por el mundo, dando vueltas entre manos de aquí y de allá. A día de hoy se buscan los broches a muy alto precio por quienes conocen su historia y son conscientes de su gran poder.

10 de octubre de 2018

Proceso creativo

Las ciénagas a veces son tan profundas que cubren hasta el cuello y otras veces cubren las piernas y la tripa con el único cometido de dejar en libertad brazos y cabeza, que son aquellos que crean.
Hoy he visto la ventana de un estudio abierta por primera vez en toda mi vida desde que nos mudamos.
El paritorio de relatos no siempre está abierto pero cuando se dispone al público es porque los recién nacidos tienen una razón de ser. No suelen llevar camisetas de sentimientos ni lloran de dolor... menos hoy.
Porque hace tiempo que la ciénaga que cubre el cuerpo entero y mis propios ojos son presas agrietadas incontenibles. Escribo "siento, siento y siento" y "pienso, pienso y pienso". Y me acuerdo y me acobardo y rompo barreras y rompo a llorar.
Todo esto lo firma la misma persona ahogada por el lodo, la misma que firmó un testamento sobre el café, guardado en un sobre sellado con una tirita y enviado junto a un ramo a la mismísima China.
Por desgracia he de anunciarte que precisamente tú no dejarás de leerme ni estando en la otra punta del mundo.

29 de agosto de 2018

Declaración de guerra.

A Alicia L.:
En la mañana del presente día de agosto, Alicia L., autora de la declaración y en total acuerdo con la propuesta (la actual declaración de guerra a Alicia L.) bajo los deseos de la parte declarante de hacer mejor a la otra parte, emite esta carta.
El motivo del conflicto versa en el estilo y contenido de sus escritos, escasos de imaginación y creatividad y previamente escritos en sucio con una tremenda letra prácticamente ilegible.
La parte declarante se compromete a tartar de terminar con el prosaísmo que invade a la otra parte, la montonía y la alta de originalidad además de añadir metáforas inteligentes en el supuesto caso de ganar la guerra.
La situación ha tenido lugar debido a la observación de la parte declarante sobre Alicia L. (a quien se dirige la misiva) durante un periodo de tiempo en el que no se han observado cambios a mejor por lo que la parte declarante, al encontrarse en posición superior, se ha visto empujada a cometer tal acción.
En esta batalla se luchará por la libertad de expresión, el ingenio, la rienda suelta del pensamiento, la inspiración y el derecho de la inteligencia a crear y produce.

Firma la parte declarante:

Alicia L.

Firma la parte receptora:

Alicia L.

27 de mayo de 2018

Todos los juegos tienen reglas (un tributo).

Jamás nadie consiguió entrar en su casa... mucho menos verla. No penséis que, por leer ésto, seréis los afortunados que lo consigáis (porque no será el caso). Tampoco debéis confudiros: no voy a hablar de su vida (tal vez porque la extensión del relato no sea la adecuada).
Os voy a contar la historia de una mujer que no aprendió de niña lo que era quedarse para sí las riquezas porque sólo le enseñaron a compartir. A medida que fue pasando el tiempo, compartía y daba.
Su maestra desapareció: los ciclos de vida no es que sean traicioneros sino que tienen sus propias reglas del juego y nada ni nadie puede alterarlas bajo ninguna condición, por mucho amor que pudiera haber de por medio.
Debido a los senderos que se entrecruzan en la existencia de una, se alejó de la maestra con una promesa que lanzó al aire: volver.
Cambió su domicilio. Pasó a albergarse en una casa en la que aún no faltaba de nada (estructuralmente hablando), así era en aquel momento. Ella nunca cedió en compartir y dar. Por ello mismo comenzaron a faltar las cosas de la casa.
El interior de la residencia transmutó. No hubo tornados ni tormentas. Simplemente fueron decisiones que no terminaron de cumplirse porque las reglas del juego establecían que no se terminarían.
Como mencioné al comienzo de la narración, ésta no se asemejará ni mucho menos a una intromisión en su espacio privado. Sólo pretendo aclararlo de nuevo.
Su casa no tenía fregadero. El papel de la pared que cubría el cemento del cacho de la esquina de la escalera que subía al piso superior se rasgó y no fue restaurado por lo que sólo contaba con un hueco grisáceo. Faltaban tantos picaportes de la planta superior que daba pereza ponerse a contarlos. En el salón, el sillón descolorido (no pudo ser respuesto) lindaba con las cañerías; algunas habían reventado y otras seguían compuestas hacia el final.
Los elementos que conformaban el hogar, a medida que fue pasando el tiempo, perdieron la conciencia de las limitaciones, ninguno respetaba el espacio vital del otro. Se invadían mutuamente. Ya fuera por mero desinterés, por la fuerza de la gravedad o porque así lo establecieron las reglas del juego.
Podrían contarse dos constantes en su casa: la mujer de poco movimiento y el pitido del teléfono. No lo solía descolgar mucho porque el tiempo que transcurría entre que empezara a sonar y que su mano alcanzara cualquier botón era extremadamente escaso. Dio tanto que conservó poco para sí, para cuando ella, en esencia, lo necesitara.
De entre lo más valioso que ella guardó jamás se cuenta a las personas. Curiosamente, las más cercanas a ella resultaron las que más valor tenían, muy a pesar de no haber llegado a tiempo. Pero una vez más, las reglas, el juego, impidieron que los tesoros se presentaran en el instante conveniente.
Injustamente desapareció su casa y su promesa quedó en el aire no porque ella lo quisiera sino porque le fue absolutamente imposible (o fruto de falta de implicación) redactar y firmar sus propias reglas para el juego de su vida.

5 de mayo de 2018

Carmen

Algunos hablan de ella como si la conocieran; lo cierto es que jamás tuvieron la oportunidad de mediar palabra. Por alguna de las casualidades más bellas del universo yo tuve la suerte de conversar con ella. Sucedió en un café, cualquiera hubiese apostado que éramos dos viejas amigas que no compartían mesa desde hacía meses.
En un principio mi intención sólo se centraba en investigarla, en plantearle las preguntas que todas aquellas personas que contaban cosas (ciertas o no) sobre ella soñaban con plantearle. Resultó ser que ambas encontramos entre el humo del café caliente aquel día una amistad de la que las dos partes aprenderíamos (aunque aún no conocíamos cuánto).
Querréis conocer la cuestión por la cual ella era el centro de tantas conversaciones, el sujeto de tantas frases o la especulación principal de las tardes en terrazas con sillas de jardín, esas conversaciones en las que se oye un murmullo que no cesa hasta la hora de la cena. Todos ansiaban descifrar su secreto mejor guardado: cómo había llegado tan lejos. Probablemente no se pueda encontrar a alguien que haya intercambiado palabras con ella o haya escuchado lo que fuera sobre ella y no deseara saber su secreto. Era una persona que había llegado tan lejos que, a veces, las personas la miraban y sólo observaban un punto en la lejanía. Los niños, los que suelen ser más inocentes, la comparaban con todos esos coches que contemplaban al poco de despegar, cuando miran por la ventanilla del avión y gritan emocionados a sus padres “¡Mira, parecen hormigas!”.
El momento en el que tuve la suerte de conocerla, yo era una de esas personas que comparaba automóviles con hormiguitas. Se llamaba Carmen. Todo lo que me contaron de ella había provocado que mi cabeza creara una idea grandiosa: una señora señora (así decía yo por entonces), con su abrigo gordo y sus broches brillantes llamativos, con pintalabios rojo y el pelo ondulado a la perfección, de presencia potente y que llegaba a los sitios haciendo resonar sus tacones, que presume de grandes gafas de sol con montura de leopardo y envuelve su pelo en boinas.
Compartimos aquel café más o menos cuando mi adolescencia caducaba y Carmen andaba cercana a la crisis de los cuarenta. Mi idea preconcebida de ella se machacó en el mismo instante en el que la contemplé entrando en el local. Quedamos porque mi madre tenía su contacto (no sé qué hubiese hecho sin ella). No se parecía a esa señora señora que yo esperaba, no resonaban sus tacones ni tenía gafas de montura de leopardo. Francamente, no tengo otra palabra para definir su aspecto más que “normal”.
Llevaba zapatillas normales, de cordones y de suela plana, el pelo se le había encrespado y sus ondulaciones no eran perfectas, tampoco llevaba pintalabios y su abrigo podría utilizarlo para ir a clase mañana. Sin embargo, en cuanto la vi, supe que era ella, ésa era Carmen.
Nos sentamos, pedimos y me aventuré, arriesgando toda la tarde que me quedaba con ella por delante, planteándole la duda que a todos nos atacaba día y noche, cada vez que pensábamos en ella:
-¿Cómo has conseguido llegar donde estás?
Carmen puso una cara indescifrable. Se me congeló la sangre y mi corazón se saltó un latido. Pensé que se había acabado, que su próximo paso sería levantarse de allí, agarrar su abrigo y cerrar la puerta tras ella; pensé que jamás volvería a saber de su existencia.
Me sorprendí cuando su rostro se tornó dulce y lo invadió una sonrisa, la más sincera que había podido presenciar hasta ese momento (más adelante en el tiempo ella me regalaría más).
-¿Puedes creer que, en todos estos años, nadie me hizo esa pregunta? -Respondió, aún sonriendo- Sólo querían saber cuál es mi secreto. No suelen preguntar sobre cómo lo conseguí o qué hice. ¿Y sabes cómo lo conseguí?
Negué con la cabeza y la observé estupefacta. Allí, en ese momento, en ese café sin nada de especial que le propuse para vernos, en esa mesa y en esas sillas, a mí, a una persona cualquiera que pudiera encontrar por la calle, a mí... iba a desvelarme su secreto.
-Perseverancia.
Una palabra. Tan solo una palabra. Si soy sincera, esperaba algo tan épico como la idea grandiosa que tenía de ella. Sin embargo, apenas pronunció “perseverancia”. Nada más.
-¿Nunca te rindes? -pregunté.
Carmen se rió.
-Nunca no; a veces no tengo fuerzas para intentarlo de nuevo, flaqueo. Lo que hago entonces es darme tiempo para poder buscar un punto de apoyo, que puede ser una persona querida o incluso yo misma, entonces lo vuelvo a intentar.
Me quedé en silencio. Tampoco me esperaba que me insinuara que a veces era débil. Creía que Carmen era una superheroína de esas que no se agotan, no se me ocurrió pensar que pudiera fallar.
Seguimos hablando toda tarde. Ese día me enseñó que yo también podía hacer lo que ella hizo, bueno… yo o cualquiera. Porque somos fuertes, el problema que tenemos es que existe un escaso número de personas que comprende que ser fuerte no consiste en no tener debilidades sino en enfrentarse a ellas… pero no enfrentarse a ellas todos los días sino algunos.
Desde que lo aprendí, he estado perseverando y creciendo.
Carmen y yo nos hicimos amigas porque nos completábamos en ciertos aspectos: ella me mostró la perseverancia y aprendió de mí algo de imaginación, que por aquel entonces comentaba que le flojeaba. Recuerdo que equiparaba su “músculo imaginativo” (no sé cuál era, pero ella aseguraba tener uno) a los músculos del brazo que cuelgan y se menean cuando lleva una mucho tiempo sin hacer ejercicio.
El final de nuestra amistad llegó. No por ningún motivo en concreto que fuera culpa nuestra sino porque la vida tiene circunstancias que no resultan favorables cada ocasión. Que nadie se arriesgue a pensar que fuera la edad; veintialgo años de diferencia son muchas experiencias vividas en épocas distintas que nos aportaban tanto a una como a otra de diferentes maneras. El caso es que Carmen se vio obligada a mudarse lejos.
Sin embargo, el final de la historia será tan precioso como el final de nuestra amistad. Un bonito final... aunque perdiéramos el contacto largo periodo de tiempo: dentro de mi mente he creado un pequeño apartado con la etiqueta “Perseverancia” en el que guardo todo lo que ella me enseñó con todo el cariño que soy capaz de sentir. Confío en que ella guarde uno con la etiqueta “Imaginación”. Opino que no hay nada más precioso que cruzarte con la persona que te enseñe a vivir.

3 de marzo de 2018

Venganza por un calcetín rojo.

-Juro que me vengaré -dijo el taxista.
-Perdone.. ¿qué acaba de decir? -pregunté.
-¿Quiere que le cuente una histora? -me interrogó. Miré el reloj. Aún estábamos lejos, tardaríamos todavía en llegar al banco. "¿Por qué no?", me dije.
-Adelante.
El conductor prosiguió a narrar su historia:
-Todo empezó con un calcetín rojo. -¿Un calcetín rojo origina un sentimiento de venganza?- Yo me levanté un día cualquiera, me preparé el desayuno y, cuando fui a beberme el té, ¡un calcetín rojo contaminaba el contenido de mi taza! ¿De dónde había salido? No había nadie más que yo en la cocina. -El taxista hacía gestos con las manos mientars esquivaba los coches de la carretera- Más tarde le pregunté a mimujer si teníamos calcetines rojos, puesto que no me sonaba haber visto ninguno por casa. Buscamos y rebuscamis entre los cajones y nada, no encontramos ni a su pareja ni uno que se le pareciera. ¡Un calcetín desparejado! ¡No hay nada que me ponga más nervioso! ¿Y a usted?
-Tampoco soporto ver cosas desparejadas.
-Y así pasaron varios días: en casa, en el trabajo (cuando paraba a comprar algo de beber, ya sabe que esto de cpnducir cansa muucho), en el bar... en cuanto me despistaba unos segundos, ¡tachán, el calcetín aparecía en mi bebida! ¿Puede imaginar lo frustrante que resulta eso?
-Hmm -intentée ponerme unos segundos en su lugar, sin poder beber nada por culpa de una prenda-, me lo imagino.
-Yo estaba desquiciado, no sabía qué hacer. Un día que libraba, me fui a dar un paseo y luego volví a casa. Mi hijo pequeño había invitado a un amigo y estaban en su cuarto, jugando y riendo con la puerta entreabierta. Cuando pasé por delante de la abertura para ir al baño, sin querer, oí la conersación que mantenían y tanta les hacía a los niños.
-¿Ah, sí? -Pregunté interesada, ya absorta en la historia- ¿Y qué decían?
-Mi hijo contaba: "Mira, lo metes por aquí y lo dejas así y, cada vez que papá coge una bebida, ¡se cae en ella!". Intrigado, sorprendido y enfadado, me asomé disimuladamente para comprobar si mism sospechas eran ciertas o no. ¡Le vi con una de mis chaquetas y un calcetín rojo, como el que me molestaba día tras día a mí! ¡Lo estaba metiendo en la manga de la americana!
-O seea que ¿su hijo le gastaba jugarretas con un calcetín impidiéndole beber?
-Sí, el niño salió muy astuto. Hay que admitir que es listo. Cuando se fue su amigo, le interrogué y me mostró cómo lo hacía. ¡Ni me había dado cuenta de que tenía siempre calcetines usados bajo la manga! ¡Me había convertido en un dispensador! No me quiso contarr de dónde los sacó, pero algún día ya me lo dirá.
-¿Cuántos años tiene? -dije, pensando que tal vez su edad pudiera justificar la broma del niño.
-¿Quién?
-Su hijo.
-¡Ah! Tiene siete años -"Joder, qué intelilgente es", pensé.
-¿Y ha jurado vengarse de su hijo de siete años? -El taxista asintió- ¿Y cómo lo hará?
-Todavía no lo sé.
-Bueno -saco el dinero de mi bolso y se lo tendí-, ya me contará qué tal le va si nos volvemos a ver -sonrío y salgo del coche.- Quédese lo que sobra. Muchas gracias -cierro la puerta, veo cómo se marcha el taxi y murmuro-: Pirado -antes de entrar en el edificio.

Rogus y yo


Rogelio Bermúdez es mundialmente conocido como “El maravilloso Rogus”. Nadie del circo puede explicarse cómo sucedió tal tragedia. Estaba en plena forma, a sus setentainueve años, tras trabajar en el circo durante cincuenta y recibir varios premios como payaso, ¿cómo es posible que haya muerto, así, de sopetón?
Probablemente, nadie llegue a saberlo nunca… salvo yo. He oído que su esposa y sus hijos se juntan para ir a la capilla, está claro que le tenían mucho cariño.
A mí, desde el principio, no me cayó nada bien. Recuerdo que estaba limpiando jaulas de animales cuando descubrieron su talento para la comedia. Desde aquel momento, ya le empecé a guardar rencor.
Hace unos días me dijeron que yo formaría parte de un gran número que iba a hacer “El maravilloso Rogus”.
Salté, recibí golpes, los devolví…
Cuando salí a la pista, ni siquiera el pobre payaso se lo esperaba. Realizamos el espectáculo juntos, aunque él parecía mandar sobre mí realmente era yo quien le controlaba, pero Rogus no se daba cuenta, yo le manejaba sobre la pista, calculaba sus pasos y movimientos, aprovechaba para observarle y conocerle algo mejor. El público aplaudía enloquecido, pero veía en los ojos de la gente de las primeras filas que nos temían, a él y a mí.
Pensaba “Disfruta de nuestro momento de gloria juntos, disfruta”.
Recuerdo que cuando terminó el espectáculo, él me trató como a un objeto más, usado para darle buena fama, para dar risa, para exhibirse.
No pude evitar recordar cuando, hace cincuenta años, me dejó en evidencia, volvió a utilizarme para triunfar y hacer gracia, como si yo no valiera nada, como si no tuviera sentimientos. Esa misma noche, antes de cerrar el circo, yo ya tenía todo planeado. Había estado mirando la cerradura de lo que la gente de por allí consideraban que era mi casa, había averiguado cómo poder abrirla.
Con cuidado y silenciosamente, abrí la puerta. Desde la sombra, observé a Rogus preparándose para cerrar, esperé a que estuviéramos completamente solos y me lancé sobre él.
Mi intención no era más que hacerle un pequeño rasguño o una herida, pero que se pudiera curar. Se me fue la zarpa, perdí el control de mi cuerpo, de mis colmillos, y, sin querer, le maté.
Solamente quería vengarme. A un león no se le puede tratar como a un objeto al que puedes domar a base de latigazos o del que puedes aprovecharte libremente para que te dé la fama. No, un león es un amigo, un acompañante, una ayuda de vez en cuando.
El día en el que le “descubrieron”, limpiaba mi jaula y me estaba utilizando como objeto de burla; yo era sólo un cachorrillo pero lo recuerdo perfectamente. “Me cargué”, como dicen algunos, al payaso que peor me ha tratado nunca y hui del circo. Mis intenciones no eran esas, de verdad.
Pero lo hecho, hecho está. Y nadie sabrá que un león tan viejo como yo, al borde de la muerte, mató al famoso Rogus.

No reconocerse.

-¿Y por qué me estoy mirando? Ni siquiera se trataba de mí. Había una persona al otro lado, con la nariz a escasos centímetros de la mía, ...